lunes, 24 de junio de 2013

Noche de brujas

El bosque era un lugar de misterios y ecos fantasmagóricos. 
La niebla discurría a ras del suelo, envolviendo con sus pálidos tentáculos las ruinas pedregosas que salpicaban algunas laderas. El liquen cubría la milenaria piedra, y numerosas zanjas indicaban que antaño habían existido criptas subterráneas que ya nadie recordaba. El aullido de los lobos acompañaba al susurro del viento entre los pinos. Un siseo, algo parecido al roce de una serpiente sobre la hojarasca, se deslizaba en torno a las antiguas iglesias abandonadas, a las retorcidas tumbas que, desprovistas de sus cuidados semanales, brotaban del suelo como huesos pelados y brillantes. La sensación de soledad que reinaba en el bosque era asfixiante, terrible, y si algunas de esas personas que nacen especialmente sensibles a los estímulos del mundo se hubiera detenido para escuchar, habría sentido en su alma la desesperación y la agonía del terror más profundo y primitivo.
Una figura avanzó a través de aquellas ruinas. Vestía de largo blanco, y dejaba tras de sí un rastro liso y ligeramente sutil. Sus cabellos de negra noche oscilaban sobre  delicados hombros, pálidos a la luz de la luna. Caminó descalza hacia una piedra rectangular que había sido rodeada con antorchas y velas. El altar era viejo, veteado de rojo y blanco, y sus bordes estaban cubiertos de musgo y hongos. La figura se inclinó, alargó el brazo y acarició al recién nacido que boqueaba sobre el altar como un pececillo fuera del agua.
-Un sacrificio has de ofrecer al Señor Destructor, al Amo de la Vida y de la Muerte -dijo la figura, sacando de sus ropajes una pequeña daga-. Regala tu vida, ser mortal, pues no hay ofrenda más preciada que la sangre de uno mismo.
La hoja destelló sobre la húmeda piel del bebé. Los ojos de la bruja, plenos de éxtasis, parecían de corindón. Eran hermosos, muy hermosos...